Libro de Apocalipsis

Libro de Apocalipsis

Libro del Apocalipsis

 

Un estudio expositivo por Lowell Brueckner

 

CAPITULO 4

 

El trono del Creador

 

Capítulo 4:1-3

 

  1. Después de esto miré, y vi una puerta abierta en el cielo; y la primera voz que yo había oído, como sonido de trompeta que hablaba conmigo, decía: Sube acá y te mostraré las cosas que deben suceder después de éstas.

  2. Al instante estaba yo en el Espíritu, y vi un trono colocado en el cielo, y a uno sentado en el

  3. Y el que estaba sentado era de aspecto semejante a una piedra de jaspe y sardio, y alrededor del trono había un arco iris, de aspecto semejante a la

 

Jesús mandó a Juan que escribiera en un libro los mensajes que dio a cada una de las siete iglesias de Asia. Estos mensajes fueron leídos por ellas y guardados. El libro de Apocalipsis se convirtió en la última parte del canon del Nuevo Testamento y ha estado a disposición de la iglesia durante todos estos siglos, por todas partes del mundo. Ahora, tenemos el privilegio de participar de su mensaje; la palabra eterna nos ha hablado también a nosotros. Ya hemos estudiado y llegado al fin de esos mensajes, descritos como, “las cosas que son”, y ahora, podemos seguir adelante. Lo que tenemos en este capítulo sigue siendo para las siete iglesias y también para nosotros.

El relato cambia dramáticamente cuando, ¡una puerta se abre en el cielo! ¡Esto es asombroso! Nunca antes, en toda la Escritura, hemos tenido la oportunidad de ver escenas celestiales. Hemos escuchado acerca del cielo desde el principio de la Biblia a través de hombres inspirados por el Espíritu Santo para escribir muchos mensajes provenientes del cielo. En las antiguas Escrituras, hemos leído acerca de cosas que son sombras y símbolos de las realidades celestiales. Hemos estudiado los planes celestiales en la historia de los judíos, empezando con el llamamiento de Abraham. En los libros de Salmos y Proverbios, especialmente, hemos gozado de literatura y poesía inspirada del cielo. En el Nuevo Testamento, el Rey del cielo mismo, bajó a la tierra, y con un cuerpo y lengua humanos, habló directamente a oídos terrenales lo que es celestial. Los apóstoles que, personalmente, caminaban con el Rey del cielo, nos han enseñado, por medio de cartas, de Sus principios y doctrinas. Sin embargo, ahora, ya en el último libro de la Biblia, ¡podemos entrar con Juan por una puerta abierta, para ver directamente las escenas celestiales!

Cuando Moisés hizo el tabernáculo, Dios se encargó de todos sus detalles y le mandó hacerlo “según el diseño que te ha sido mostrado en el monte” (Éx.25:40). El escritor de Hebreos dijo que era “una representación del verdadero” (He.9:24) tabernáculo, pero ahora, una puerta se abre directamente al cielo mismo y Juan entra. Como Jesús le indicó, Juan tenía que escribir en un libro lo que estaba viendo y oyendo, para que toda la iglesia, por el Espíritu Santo, pueda ver el interior del cielo. Cada cristiano ha nacido con la ciudadanía de la Nueva Jerusalén del cielo (Gál.4:26) y, juntamente con la iglesia, tiene que manifestar la realidad del cielo a la gente del mundo. Por eso, Dios permite que tengamos esta visión de nuestra patria.

El Verbo de Dios llama a Juan desde dentro de la puerta y le dice: “Sube acá”. El Hijo de Dios es quien descubrirá la parte final del plan, habiendo sido designado por la Deidad, desde antes de la fundación del mundo, para revelarlo a Su iglesia. Nos dice: “Te mostraré las cosas que deben suceder después de éstas”. Todo lo que Juan ve de aquí en adelante serán eventos futuros (v.1).

Solamente existe una manera en la que Juan puede ver las escenas del mundo celestial y solamente existe una manera en la que nosotros podemos disfrutar de ellas. Juan estaba en el Espíritu Santo y nosotros también tenemos que estarlo. El Espíritu de Dios es el auxilio divino, el único que puede llenar el hueco infinito entre las cosas materiales y las cosas celestiales, y traspasarnos desde este mundo pasajero hasta el ámbito eterno. Aprende la doctrina de Pablo en 1 Corintios 2:9-10: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han entrado al corazón del hombre, son las cosas que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló por medio del Espíritu”. Recordemos otra vez lo que Jesús dijo sobre el Maestro divino: “Os hará saber lo que habrá de venir” (Jn.16:13). ¡Oramos, oh Padre, rogando que permitas que Tu Espíritu venga sobre nosotros mientras indagamos humildemente en Tu reino!

Hace varios años, nuestro hijo, David, enseñó acerca de los sonidos del cielo. “Al leer el libro de Apocalipsis, noté que el cielo no está en silencio, de ninguna manera. No es un sitio monástico, donde todos están flotando tranquilamente sobre nubes blancas y esponjosas. Aunque el cielo emite sonidos bastante fuertes, sin embargo, escucharlos desde este planeta no es tan fácil, sino que uno tiene que dedicar tiempo y esfuerzo para poder escucharlos”.

 

“Para poder hacer un huerto en invierno tiene que ser en un invernadero. Se necesita proveer un ambiente semejante al que es nativo para las plantas –suelo, humedad y luz – para que la semilla pueda germinar, crecer y dar fruto. De la misma manera, para poder oír del cielo, su ambiente tiene que ser cultivado en el corazón. Tiene que ser un lugar donde el Espíritu Santo se sienta en casa y no sea entristecido. El ambiente de afuera tiene que ser bloqueado”.

 

“¿Por qué Juan pudo discernir claramente las voces y sonidos de un mundo ajeno? La clave de su capacidad para recibir todo el libro de Apocalipsis se encuentra en el texto: ‘Estaba yo en el Espíritu en el día del Señor’. No era una casualidad que Juan estuviera en el sitio correcto en el tiempo correcto, sino que el lenguaje griego sugiere: ‘Yo vine a estar en el Espíritu’. Es decir, él entró con su voluntad en una condición en la cual podía escuchar del cielo. En una isla remota, dejando fuera el ruido de este mundo presente, dirigió sus oídos y mirada hacía al cielo.”

 

La primera cosa que Juan ve en el interior del cielo es un trono, “y uno sentado en el trono” (v.2). La palabra trono se encuentra doce veces en este capítulo y es el trono del Creador. Precisamente, ahora es cuando tenemos que postrarnos ante el trono y ante Aquel que gobierna el universo. No progresaremos más en este libro, ni recibiremos ningún beneficio de Dios, si primeramente no reconocemos al Rey de reyes y Señor de señores. Rendirnos ante el trono es un paso básico en nuestras vidas, mediante lo cual, desde un principio, nos apropiamos de nuestra salvación: “Si confiesas con tu boca a Jesús por Señor serás salvo porque: Todo aquel que invoque el nombre del Señor será salvo” (Ro.10:9,13). El Reino de Dios es una teocracia, gobernado en amor y justicia por un Soberano absoluto y, para ser ciudadano del mismo, cada uno tiene que sujetarse al Rey, desde el comienzo de su vida espiritual. Uno no es salvado, como muchos suelen decir, por “aceptar a Cristo como su Salvador”, sino como estamos diciendo aquí, por postrarse delante del trono del Rey.

No hay nada sombrío en la presencia de Dios. El mundo religioso está completamente equivocado, tratando de ilustrar la santidad con colores apagados y sonidos graves. El cielo vibra con impetuosas alabanzas, y colores brillantes y llenos de vitalidad; su hermosura es deslumbrante e insuperable. En este capítulo podemos verlo y escucharlo. Juan tiene que darnos una descripción lo más próxima como sea posible al lenguaje humano. Dios bien sabe que es indescriptible e imposible de captar por medios humanos, y por eso Juan tiene que comunicar, en este libro más que en cualquier otro, de corazón a corazón, acerca del que se sienta en el trono. No usa características humanas, sino que lo ilustra con piedras preciosas. Su fulgor se asemeja a “piedra de jaspe y sardio”, brillante y de un rojo intenso.

Un arco iris rodea el trono (he observado este fenómeno, un arco iris formando un círculo completo, desde una avioneta) y, aunque presenta los siete colores, de alguna forma es como una esmeralda. Después del diluvio, Dios dibujó Su arco iris en el cielo terrenal, como una promesa de Su misericordia sobre la humanidad. El arco iris terrenal solamente puede verse ante la presencia de una nube oscura, asegurando al creyente Sus promesas después de la tormenta. Estos colores brillan con los atributos de la pureza, justicia y misericordia de Dios.

Adoración al Creador

 

Capítulo 4:4-11

 

 

  1. Y alrededor del trono había veinticuatro tronos; y sentados en los tronos, veinticuatro ancianos vestidos de ropas blancas, con coronas de oro en la

  2. Del trono salían relámpagos, voces y truenos; y delante del trono había siete lámparas de fuego ardiendo, que son los siete Espíritus de

  3. Delante del trono había como un mar transparente semejante al cristal; y en medio del trono y alrededor del trono, cuatro seres vivientes llenos de ojos por delante y por detrás.

  4. El prime ser viviente era semejante a un león; el segundo ser era semejante a un becerro; el tercer ser tenía el rostro como el de un hombre, y el cuarto ser era semejante a un águila

  5. Y los cuatro seres vivientes, cada uno de ellos con seis alas, estaban llenos de ojos alrededor y por dentro, y día y noche no cesaban de decir: Santo, Santo, Santo es el Señor Dios, el Todopoderoso, el que era, el que es y el que ha de

  6. Y cada vez que los seres vivientes dan gloria, honor y acción de gracias al que está sentado en el trono, al que vive por los siglos de los siglos,

  7. los veinticuatro ancianos se postran delante del que está sentado en el trono, y adoran al que vive por los siglos de los siglos, y echan sus coronas delante del trono, diciendo:

  8. Digno eres, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria y el honor y el poder, porque tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron

 

Vuelvo a mencionar el hecho cuando Jesús llamó a Juan al cielo y le dijo que le mostraría “las cosas que deben suceder después de éstas”. Por eso sabemos que estamos contemplando una escena futura. Veinticuatro ancianos están sentados, rodeando el trono. Generalmente, los teólogos están de acuerdo en que son humanos, porque no hay ningún lugar en la Biblia en el que se nos hable acerca de una posición de ancianos entre los ángeles. Isaías vio la escena del milenio, que muchas veces en sus profecías, como en este caso, abarca aún más allá del milenio, hasta la eternidad: “Entonces la luna se abochornará y el sol se avergonzará porque el Señor de los ejércitos reinará en el monte Sion y en Jerusalén, y delante de sus ancianos estará su gloria” (Is.24:23).

La Biblia tiene que ser su propio intérprete, si no, correremos el peligro de sacar conjeturas descontroladas. También aparecen aquí cuatro seres vivientes que, por el libro de Ezequiel, sabemos que son querubines o, posiblemente, serafines, como en Isaías, capítulo 6. En el próximo capítulo, el ejército angelical se refiere a ángeles y, por eso, la única conclusión a la que podemos llegar, es que los ancianos son seres humanos. Ahora, la pregunta es, ¿a quiénes representan?

Muchos estudiantes de este libro nos explican que son representantes del cuerpo de creyentes que han sido arrebatados al cielo. Pero si se tratara de 24 tronos simbólicos de toda la iglesia o 24 representantes literales de ella, para cualquiera de estas dos interpretaciones, nos encontramos con el problema de tener que explicar el significado del número 24. Fuera del libro de Apocalipsis, no hay nada en todo el Nuevo Testamento que lo explique.

Algunos nos señalarán hacia las 24 divisiones del sacerdocio, establecidas por David y que continuaron, al menos, hasta el tiempo de Zacarías, padre de Juan Bautista. Zacarías estaba en el grupo de Abías, la octava orden. Estos nos sugieren que la iglesia es el reino de sacerdotes (1:6) que describió Pedro en su primera carta: “Vosotros, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio (1 P.2:5,9). Ciertamente, esta es una interpretación y explicación razonable. Sin embargo, la pregunta es la misma: ¿Cómo dividiremos la iglesia de todas las edades en todo el mundo en 24 divisiones? Otra vez, no tenemos ninguna palabra en la Escritura sobre la que basar esta idea.

No puedo pronunciar una palabra final sobre este pasaje, pero permíteme ofrecer una alternativa, que considero básica y más literal. Supongamos que estos 24 ancianos son representantes de la suma total del pueblo de Dios, empezando con los 12 patriarcas originales de Israel, de quienes reciben el nombre las doce tribus de Israel. Además, supongamos que los doce restantes son los apóstoles del Cordero, los testigos presenciales de la vida terrenal de Cristo y los maestros originales de Su doctrina (Hch.2:42): “En la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria, os sentaréis también sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mt.19:28). Ellos están vestidos de ropas blancas, lavadas en la sangre del Cordero, y están coronados con coronas de oro. El oro es el más valioso de todos los metales e indica aquello que es ordenado por Dios.

El versículo 5 ilustra perfectamente lo que nuestro hijo, David, quiso decir: “Noté que el cielo no está en silencio, de ninguna manera. No es un sitio monástico, donde todos están flotando tranquilamente sobre nubes blancas y esponjosas”. Al contrario, hay destellos de relámpagos y truenos; son sonidos que hacen eco y retumban. A los sonidos, añade la apariencia resplandeciente del que está sobre el trono, el arco iris y las siete lámparas del Espíritu de Dios delante del trono. Recuerda que esta escena es de otro mundo; es celestial y sobrenatural, y por eso, está más allá de nuestra capacidad de imaginar. Juan tenía que estar en el Espíritu para poder captarla; sin embargo, el pasaje no sugiere nada que prohíba a cualquier hijo de Dios aproximarse para poder participar de ello, si es que está bajo la influencia del Espíritu Santo.

Ahora, miramos al Lugar Santísimo, que no estaba revelado antes del nuevo pacto (He.9:8). Estamos viendo cosas que Moisés representó en el tabernáculo en el desierto y Salomón en el templo en Jerusalén. El velo del templo, que separaba el Lugar Santo del Lugar Santísimo, se rasgó en dos, de arriba a abajo, y por medio de la sangre del pacto, nos es permitido mirar adentro. El trono rodeado con el arco iris es el Propiciatorio. Las siete lámparas fueron representadas por un candelabro y, en el versículo 6, nos habla de un mar de cristal.

(Los comentaristas ven aquí lo que simboliza el mar del templo y el lavatorio delante del tabernáculo, que representaban lo que es celestial). Salomón designó un magnífico mar de metal fundido de, más o menos, 5.3 metros de diámetro, sentado sobre las espaldas de doce bueyes de bronce (1 R.7:23,25). Del mar, extraían el agua para lavar a los sacerdotes que entraban al templo. Nadie podía entrar en los lugares santos sin lavarse. Puedo imaginar que el mar delante del trono es inmenso y no tiene ninguna de las propiedades del mar terrenal, incluyendo sus turbulentas olas y vacilantes mareas. El mar cristalino es absolutamente tranquilo. Un estado cristalizado representa algo perfecto, eterno e inmudable; además, solamente mencionaré su inconcebible hermosura, sin intentar decir más. Así es que, todos los que se aproximan al trono, han sido perfectamente lavados y eternamente limpios. Este mar es la perfecta realidad de lo que simboliza el agua en la Biblia, como “el lavamiento del agua con la palabra” (Ef.5:26). El bautismo en agua es otro símbolo que representa el lavamiento celestial, y el bautismo en el Espíritu Santo nos sumerge en la persona del Espíritu quién, en la escena celestial, se manifiesta como fuego y agua. “Sí, arrojarás a las profundidades del mar todos nuestros pecados” (Miq.7:19). Este mar no tiene memoria de los pecados ni posibilidad de recordarlos jamás.

Los más cercanos al trono son seres celestiales del más alto nivel, los querubines, llamados por todo el Apocalipsis los seres vivientes. Ellos tienen ojos por delante y por detrás, y tienen el privilegio de mirar fijamente al Señor entronado. No tenían suficientes ojos como para poder captar Su persona, y los que le alababan no tenían suficientes palabras ni lenguaje. El gran compositor de himnos, Charles Wesley, anhelaba y clamaba “¡por tener mil lenguas para cantar las alabanzas de nuestro gran Redentor!” Lo que es menos que divino es infinitamente incapaz de tener los recursos adecuados, con los cuales servir o adorar, aunque sean querubines.

Los seres vivientes son descritos con más detalles desde el versículo 7 hasta el 9. Son como una guardia real, que rodea el trono y lo transporta donde el Espíritu les conduce. Cada uno tiene sus características diferentes; el primero es como un león, el segundo como un becerro, el tercero como un hombre, y el cuarto como un águila volando. Desde la primera vez que empecé a estudiar estos seres, vi cómo se identificaban con los cuatro Evangelios. Mateo presenta a Cristo como el Rey de Israel (el león); Marcos como el Siervo (el becerro); Lucas como el Hijo del Hombre (el hombre); y Juan como el Hijo de Dios (el águila volando).

Dos querubines estaban sobre el Propiciatorio del Arca del Pacto; a quienes el escritor de Hebreos llamó “los querubines de gloria” (He.9:5). El profeta, Ezequiel, los ve en varias escenas diferentes y nos da más detalles acerca de ellos, empezando en el capítulo 1. Notarás algunas diferencias, como siempre ocurre cuando hay diferentes testigos, pero las semejanzas indican que son los mismos. Ezequiel estaba, entre los exiliados en Babilonia, junto al río Quebar y, como Juan, él estaba en el Espíritu (Ez.1:3, 2:2, 3:14, etc.). Como en Apocalipsis, son llamados seres vivientes, y como los querubines que estaban sentados sobre el Propiciatorio, las alas de uno y otro se tocaban.

Las ruedas me llaman la atención… “Como si una rueda estuviera dentro de la otra rueda, cuando andaban, se movían en las cuatro direcciones, sin volverse cuando andaban” (Ez.1:16-17). La forma de las ruedas las permitía ir derechas en cualquier dirección. De esta manera, corrían instantáneamente, sumamente rápidas, por el Espíritu (Ez.1:20). Ezequiel nota que los ojos están precisamente en las ruedas, y él comenta que “sus aros eran altos e imponentes” (Ez.1:8). El trono, en el libro de Ezequiel, está encima de ellos.

No escribiré acerca de todos los detalles que menciona el profeta, pero tú puedes hacer tu propio estudio. Te diré los lugares donde Ezequiel les vio, y los textos, excepto el primer capítulo, ya mencionado: Transportado a Quebar (Ez.3:12-15); en una llanura (3:23); en el templo de Jerusalén (8:4); en el umbral del templo (9:3); moviéndose del lado derecho del templo al umbral, y del umbral a la puerta oriental (cap. 10); en el centro de la ciudad, en el monte al lado oriental de Jerusalén, y en Caldea (11:21-24); y al final, entrando en el templo del milenio desde el oriente (43:2-5).

Los seres vivientes proclaman que el Creador es el Señor Dios Todopoderoso, inmutable y santo. Los serafines estaban en la presencia de Su gloria cuando el Señor lanzaba el ministerio a Isaías, y daban voces, diciendo: “Santo, Santo, Santo” (Is.6:2). Juan dijo que los seres vivientes, “día y noche no cesaban de decir: Santo, Santo, Santo”. En el cielo, sobre todos Sus atributos, Dios es honrado por Su santidad y allí, nunca será comprometida. Isaías lo escuchó, y fue influenciado por ello durante todo su ministerio. A menudo, habló del Señor como del Santo de Israel. Al empezar la visión celestial, Juan ve al Creador en Su santidad, y ahora, por medio de él, nosotros también podemos verle (v.8). Para los predicadores y maestros de la palabra, un concepto fuerte de Su santidad es absolutamente esencial, para poder presentar fielmente el evangelio y alimentar al rebaño de Dios.

El principal asunto del cielo es una alabanza y adoración sin cesar, y los 24 ancianos se unen con los seres vivientes en darle gloria, honor y acción de gracias al que es digno (v.9). Sólo porque Él es digno, los ancianos quitan las coronas de sus cabezas y las ponen delante del trono (v.10). Ningún ser, terrenal o celestial, se cansará jamás de esta actividad, porque es inherente a su naturaleza y es la razón por la que existen. ¿Qué puede ser mejor que deleitarse en la presencia del que hizo todo lo que es hermoso y sabio? ¿Qué ser o cosa creada puede tener prioridad ante Su majestuosa persona?

El corazón del apóstol Pablo rebosó en palabras al escribir a Timoteo: “Al Rey eterno, inmortal, invisible, único Dios, a Él sea honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén” (1 T.1:17). Pablo contempló la grandeza del plan de Dios de extender la salvación a las naciones no judías, para provocar a los judíos a celos, y así hacerles volverse a Él. Descubrió el corazón del Creador, mostrando que podría tener misericordia para con todos, judíos y no judíos, y al final salvar a toda la nación de judíos. Una vez más, la copa del alma de Pablo rebosa y exclama: “¡Oh, profundidad de las riquezas y de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos! (Ro.11:33)

Toda la gloria, honor y dominio pertenecen al Creador por la sabiduría, hermosura y propósito de la creación. Lo propuso en Su corazón y lo llevó todo a cabo para Su propio placer (v.11). Desde aquí, en la tierra, Su iglesia clama: “Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea Tu nombre. Venga tu reino, Hágase Tu voluntad como en el cielo, así en la tierra. Porque tuyo es el reino y el poder y la gloria, por los siglos de los siglos. ¡Amen!”



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